La danza es la felicidad que se puede compartir
Allá por el 2016 no todo iba tan bien en mi vida. Son de esas épocas en las que uno dice: ¡ya pues, suelten mi muñeco vudú! Pues bien, cierta señorita tenía mucho trabajo, muchos temas personales por resolver, mucho estrés, mucha hambre (#OkNo, mucha ansiedad), y cero ganas de seguir intentándolo ¡Sí! Esa era yo. Como producto de esa maravillosa fórmula, obtuve un examen médico ocupacional con interesantes resultados: fatiga severa, anemia leve y triglicéridos altos. ¡Genial! Eso me regaló más sueño y menos ganas de solucionar nada. Coloquialmente se conoce esta situación como “estar en el hoyo”.
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Y así, como bien dicen, allí cuando todo está muy oscuro no queda otra que empezar a ver el amanecer, y un buen día me llamaron de Recursos Humanos de la empresa (¡No! No me ascendieron), y resultaba que habían advertido que mis resultados no estaban bien y que debía visitar a la psicóloga y a la nutricionista. Ellas y sus sabios consejos (realmente los fueron) me ayudaron bastante rápido, pero algo faltaba y un día, en medio de la conversación sobre problemas, frutas, hierro, “me siento fofa”, carbohidratos, “trágame tierra” y demás, me recomendaron hacer ejercicios. Debo admitir que siempre he sido muy floja para mover un pelo, entonces me preguntaron si me gustaba bailar. “¡Oh Yeah! Soy la JLo de las discotecas” pensé, y entonces me dijeron y lo recuerdo como si fuera ayer: “Allí está entonces, ese será tu ejercicio físico y la forma en que empezarás a sentirte mejor”.
Recuerdo que esa noche me había antojado de una deliciosa flauta española en una famosa pastelería en Magdalena (#PublicidadModeOn), y entonces me encontré muy cerca de una conocida escuela de baile en la que sonaba super fuerte una deliciosa salsa de Oscar D’León. Recuerdo que me acerqué y vi a la profesora y al grupo de alumnas en pleno baile y me encantó, y sin pensarlo dos veces, me inscribí. Todo era perfecto y por fin demostraría mis dotes artísticos.
Llegó el día D y resultó que, con suerte, llegaba al 1,2,3, y de repente el 5,6,7 parecía un 11,12,13 (ustedes me entienden). Yo era un completo desastre (para esa época, en mi cabeza, todo yo era un desastre). Terminamos la coreografía y ello terminó con el intento de autoestima que por aquellos tiempos trataba de conservar. Entonces antes de irnos, la profesora empezó a hablar con nosotras, a decirnos lo bien que lo habíamos hecho (sí claro, dije yo para mi), que sigamos trabajándolo en casa, que era un proceso y que con esfuerzo íbamos a lograr sentirnos mejor con lo que estábamos haciendo.
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¡Sentirnos! No dijo que íbamos a “vernos” mejor, sino a “sentirnos” mejor. Conforme pasaron los días, mis minutos en el baño de mi oficina o casa implicaba el repaso mental (y a veces corporal) de uno que otro paso; mi sensación post clase era increíble, y como la sensación empezó a gustarme, los días que no bailaba, empecé a correr o a hacer functional. Mis días en la oficina estaban on fire (soy abogada así que cuando digo on fire, imagínenme sobre mi dragón haciendo drakarys por doquier - #GoTLover), mi vida familiar empezaba a estar mejor (pregúntenles a mis primos y ya no les dirán que soy la prima antipática, y mi mamá les contará alguna cosa divertida sobre mi). Mis dilemas personales cada vez eran cosas que se iban resolviendo poco a poco, con paciencia, con trabajo, con esfuerzo.
Y no, la “suerte” no me sonreía, lo que sucedía es que me empezaba a “sentir” mejor. Todas mis clases de baile eran un input adicional no solo para mis pasos, mis brazos, mi cara, sino para mi vida, para mi ser, para “sentirme” mejor. Así, esa filosofía de mi Lady Latina favorita que me llegó como ángel caído del cielo empezó a tener sentido y a hacerse realidad. Empecé a probar que la danza en mí había sido la mejor medicina para todo, para mi salud física y emocional, y que regía mis mejores decisiones, me alumbraba en mis peores momentos, y me regalaba mis mejores recuerdos.
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Llegó un momento en que mis amigos y amigos de aquellos me escribían para preguntarme sobre mis clases de baile, que se sentían cansados, tristes, ofuscados, estresados, y que me veían feliz en los videos de las clases y en mis fotos familiares/amicales, que me "sentían" bien. Yo les respondía que sí, que me “sentía” bien. Me di cuenta de que empezaba a ser esa inspiración que habían sido para mi en aquel momento de oscuridad, y me reafirmaba lo que ya sabía: la danza me había curado de formas que nunca imaginé que podría hacerlo, y sé que lo hace con cada persona que ingresa a ese mundo.
Hoy, después de varios meses de intentos y caídas y nuevos intentos, puedo decir que he retomado mis clases de baile. Siempre habrán caídas pero lo importante es seguir intentándolo y lo vengo diciendo en toda la historia, no me hagan salir a buscarlos con mi dragón imaginario.
Hoy mi hijo Mateo de casi 7 años me ve viendo algún video de baile y me pregunta: Mamá, ¿tú estás bailando en el video?; y le contesto que no, que son otras personas; y me dice: Oh, a mi me gusta que bailes, y le pregunto por qué, y entonces me da la respuesta más bonita que alguien me puede dar: Porque tu eres feliz cuando bailas y eso me hace feliz a mí también.
La danza es felicidad, es familia, es amor, es paz; y además, se puede compartir.
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